Una teoría del asco y la reputación

Paul Rozin, catedrático de Psicología de la Universidad de Pensilvania, es experto en el estudio del asco. Un fenómeno cotidiano no exento de sofisticación. Por ejemplo, el asco es asimétrico. A saber, una cucaracha en un cuenco de cerezas las hace repugnantes. Sin embargo, invertir los términos no invierte el resultado; una cereza en un cuenco lleno de cucarachas no hace a estas menos desagradables. Rozin también ha constatado que rechazamos beber si sabemos que en el vaso que nos ofrecen había sido sumergida una cucaracha, incluso después de que el insecto haya sido retirado. Tampoco nos gusta particularmente beber de un orinal, aunque nos aseguren que ha sido convenientemente limpiado. En el caso de los niños, las cosas son un tanto diferentes. Lo podrá atestiguar cualquiera que haya visto a sus retoños recoger chicles del suelo e intentar –en ocasiones con éxito– darles una segunda vida. El asco es también una cuestión cultural –véase la grima de los japoneses ante la idea de zapatos sucios en casa– y tiene una explicación evolutiva; seguramente evita que hagamos cosas –como comer chicle del suelo– que podrían sentarnos mal. El trabajo de Rozin también invita a reflexionar acerca de la amarga vida de las cucarachas. Pero esa es otra historia.

La reputación guarda paralelismos con el asco. Como la cucaracha en el bol de cerezas, una mala acción puede oscurecer la mejor reputación. Pero una buena acción no cambia una reputación pobre. La mala es más pegajosa que la buena. El ascenso es más trabajoso que el descenso. Al igual que en Bolsa, cuando volver a la casilla de salida tras perder el 50% en una inversión malograda requiere una revalorización del 100%. Por eso se repite con frecuencia que reputaciones labradas durante años pueden irse al traste en minutos; y que es mucho más barato cuidar de la reputación que restañarla.

Al igual que el asco, también la buena reputación es evolutivamente ventajosa. Señala confiabilidad, un ingrediente imprescindible para las transacciones con desconocidos que son características de la economía de mercado. Dado que preferimos no relacionarnos con personas o empresas de mala reputación, el temor de los agentes económicos a perderla frena sus tentaciones oportunistas. En definitiva, protege, como el asco, de comportamientos que podrían pasar factura. Los factores que determinan la buena o mala reputación de las empresas tienen también un cierto sesgo cultural, están vinculados al tamaño y, como el asco, también a lo que resulta moralmente admisible.

Como es sabido, los determinantes de la reputación empresarial han cambiado radicalmente desde los robber barons norteamericanos y el capitalismo pionero. Hubo un día en el que el éxito empresarial requería tener la habilidad de desbaratar huelgas con violencia o de intimidar a potenciales rivales con dinamita y cañones. Y, aparentemente, ese comportamiento salía a cuenta aunque fuera conocido. Cuestiones que antes eran consentidas se han convertido en la cucaracha en el bol de cerezas de hoy. Por supuesto, siguen existiendo malas prácticas, pero las compañías que aspiran a seguir teniendo clientes la semana que viene son sabedoras de que si salen a la luz pública, se arriesgan a dejar de tenerlos. La reputación importa.

Cuando se les pregunta a los consejeros delegados por lo que les preocupa, la reputación suele aparecer en los primeros lugares. Protegerla es también una de las tareas principales del consejo de administración. O debería serlo, si atendemos a las recomendaciones de buen gobierno. A las recientes, y a las que lo son menos.

Uno de los aspectos más interesantes en la resolución de los problemas empresariales de esta naturaleza está relacionado con las preguntas que debe hacerse el consejo. Por ejemplo, para entender en qué medida el problema en cuestión es puntual o cultural. En el primero de los casos, la cirugía debería ser suficiente. En el segundo, las cosas no son tan sencillas. Determinar si es de uno u otro tipo requiere información de calidad acerca de la cultura ética de la compañía. Por ejemplo, entender si la estructura de incentivos es adecuada o puede amparar comportamientos irregulares. Pero, antes de nada, el consejo debe entender si la crisis a la que se enfrenta es existencial. Esto es, si la crisis es una cucaracha en el bol de cerezas o tan solo un pelo en la sopa.

 

Autor: Ramón Pueyo Viñuales es socio de gobierno, riesgo y cumplimiento de KPMG en España.

Fuente: Cinco Días. Publicado el 14 de octubre de 2016