Hace unos días, el nuevo presidente de Estados Unidos aprobó una Orden Ejecutiva en virtud de la cual se ordenaba la revisión de la regulación bancaria norteamericana (básicamente, la conocida Ley Dodd-Frank), de acuerdo con siete principios establecidos en la propia Orden.

Paralelamente, el vicepresidente de la Comisión de Servicios Financieros del Congreso remitía una (sorprendente) carta dirigida a la presidenta de la Reserva Federal en la que le “instaba” a cesar todo intento de negociar estándares obligatorios gravosos para los negocios norteamericanos hasta que la nueva Administración hubiera designado a personas “que prioricen los mejores intereses de América”, que fue, a su vez, magníficamente contestada por la Presidenta de la Reserva Federal.

Aunque estas actuaciones han causado cierta alarma, lo cierto es que el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, la Autoridad Bancaria Europea y la Comisión Europea habían anunciado, en distintos documentos que se habían hecho públicos con anterioridad, su intención de proceder a una revisión de la regulación financiera aprobada hasta el momento para valorar sus efectos agregados y sus consecuencias sobre la rentabilidad de las entidades financieras, su capacidad de prestar y, en última instancia, sobre el conjunto de la economía.

No se trataba, en estos últimos casos, de derogar una parte esencial de la regulación, sino de evaluar la redundancia y coherencia de requerimientos normativos aprobados de forma sucesiva y no siempre coordinada (la suma de los requerimientos prudenciales y de resolución constituyen un buen ejemplo al respecto).

A pesar de estos anuncios, y de la confesada preocupación de los supervisores por la limitada rentabilidad de los bancos, lo cierto es que estas iniciativas de “revisión” no han producido (que se sepa) ningún resultado efectivo y, por el contrario, los requerimientos regulatorios y supervisores no han dejado de aumentar.

Cierto endurecimiento de la regulación era imprescindible tras los problemas evidenciados por la crisis

Trump, en su peculiar estilo, ha abierto el debate en Estados Unidos, con posibles repercusiones en los estándares regulatorios internacionales ya aprobados o pendientes de aprobar (el cierre de Basilea III que estaba previsto, tras varios retrasos, a comienzos de este año).

En todo caso, la capacidad del presidente de Estados Unidos para acometer los cambios que anuncia es limitada. Se trata de legislación formalmente aprobada por las Cámaras norteamericanas que requeriría, para su derogación o modificación, de una mayoría con la que podría no contar.

Además, buena parte de la Ley Dodd-Frank tuvo su origen en la necesidad de incorporar al derecho norteamericano estándares internacionales (los Acuerdos de Basilea III) que, de no modificarse, seguirán estando ahí, y, no en menor medida, en responder a una fuerte demanda social en materia de protección de los inversores y clientes bancarios y de alejar la posibilidad de nuevos rescates bancarios financiados con fondos públicos. Esa demanda social y política no ha desaparecido y, de hecho, se refleja en la propia Orden Ejecutiva presidencial.

Por todo ello, no creemos que se avecine una derogación total de la nueva regulación, que sería políticamente inviable. No me cabe duda de que los propios bancos entienden que un cierto endurecimiento de la regulación era imprescindible tras los problemas evidenciados por la crisis.

Sin embargo, tan importantes como los cambios legislativos son las decisiones en materia de actividad y recursos de las agencias encargadas de su supervisión. Bastaría con no dedicar recursos suficientes a la supervisión del cumplimiento de una parte de la normativa Dodd-Frank para que ésta, sin necesidad de mayores cambios, sea menos eficaz, y este es un ámbito en el que la nueva Administración norteamericana puede tener mayor capacidad de movimiento.

Por todo ello, una vez expresada la voluntad política de la nueva Administración parece claro que, por una u otra vía, se avecinan cambios en la regulación financiera norteamericana y, quizá también a nivel global. Existe un claro riesgo de que esos cambios puedan terminar afectando a la capacidad competitiva de los bancos europeos por lo que deberá seguirse la evolución de los acontecimientos con la mayor atención.

 

Fuente: El País. Publicado el 20 de febrero de 2017